Le Corbusier "Maestro funcionalista"

por Marcelo Corti / Fotos: AFP
Enviado por: Alma Magazine.com


La figura de Le Corbusier se desprende por la fuerza evocativa de su legado. Como Joyce en la literatura, como Picasso en la pintura, como Schönberg en la música o Freud en el psicoanálisis, Le Corbusier condensó el espíritu moderno de la arquitectura y concretó un programa innovador que fundó la sensibilidad de una época. Criticada, imitada, reivindicada o reinterpretada, su obra enriqueció y amplió nuestra percepción del mundo.


Puede ponerse en duda si el suizo-francés Le Corbusier (1887-1965) ha sido o no el arquitecto, diseñador y urbanista más influyente del siglo XX: el canon estético y doctrinario del llamado “movimiento moderno” en arquitectura es la creación de una serie de artistas y arquitectos europeos, muchos de los cuales encontraron en América del Norte y del Sur un notable éxito y la oportunidad de desarrollar un “international style” aún vigente. El caso más evidente es el de los rascacielos vidriados inspirados en el Seagram Building del alemán Mies Van der Rohe. O la didáctica del funcionalismo de la Bauhaus, cuya exquisita elegancia transmitió Walter Gropius desde la Universidad de Harvard. La difusión de la arquitectura moderna racionalista tiene mucho que ver con esta escuela europea de la que “Corbu” fue parte, pero de ningún modo figura excluyente. Sin embargo, Le Corbusier puede asociarse a la figura del creador fundacional, publicista y difusor de las ideas de la modernidad racionalista en viajes alrededor del mundo e incontables intervenciones mediáticas, codeándose con políticos y millonarios en busca de mecenazgos para su “evangelio”.

Charles-Edouard Jeanneret, tal el verdadero nombre de nuestro personaje –el apodo con el que se hizo célebre alude a la imagen de cuervo a la que algunos asociaban su nariz ganchuda–, no realizó en realidad ningún estudio formal de arquitectura ni recibió jamás ese título profesional. Es curioso que las dos grandes figuras enfrentadas de la modernidad arquitectónica, Corbu y el estadounidense Frank Lloyd Wrights –genial hacedor de la arquitectura orgánica– tengan en común esa carencia de formación académica. Quizá su común oposición al historicismo de la Escuela de Beaux Arts justifique esa extrema medida de permanecer ajenos a las instituciones formales de aprendizaje.

Lo cierto es que tras algunas construcciones realizadas en su La Chaux de Fonds natal, una experiencia en el estudio de Auguste Perret –el padre del hormigón armado– y aventuras con la vanguardia pictórica parisina, Le Corbusier inicia en los años 20 una carrera de arquitecto que lo lleva en poco tiempo a la posición de vanguardia en materia de modernidad. Ayudan a esto la claridad de sus principios y su habilidad para difundirlos: la arquitectura de la era de la máquina debe ser simple, de volúmenes puros y exenta de ornamentaciones. Algunas de sus frases expresan claramente la raíz de su doctrina; tal es el caso de su poco feliz definición “la casa es una máquina de habitar”; o más clásica “la arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz”.

Lejos de los tratados clásicos y de los órdenes decorativos, Corbu postula una arquitectura potente y de formas puras, donde los modelos icónicos son los monumentos de la era industrial: el silo y el trasatlántico, el aeroplano y el automóvil fordista, repetitivo y masivo. Sus “Cinco puntos para una Nueva Arquitectura” son el manifiesto más claro de ese Espirit nouveau que proclamaba desde los periódicos y desde sus libros. La planta libre, con tabiques dispuestos según las necesidades funcionales; las columnas redondas de hormigón armado (“pilotis”) que sostienen la obra sin necesidad de grandes muros; las ventanas horizontales para iluminar los ambientes de forma regular; la terraza jardín que recupera la naturaleza ocupada por la construcción y el contacto con el cielo; la fachada libre organizada según el criterio cubista –y no como composición simétrica y clasicista– son los conceptos que lo volvieron único.
No obstante el énfasis del maestro en la radical novedad de su programa, es evidente la vinculación con un clasicismo que Le Corbusier pone en una suerte de negativo fotográfico. Algunos críticos han visto en sus obras de la década del 20, como la Ville Savoye en Poissy (Francia), una interpretación en clave moderna de la arquitectura clásica; sus extraordinarios dibujos de viaje demuestran la atención que puso en obras como el Partenón, el Camposanto de Pisa o Santa Sofía de Constantinopla. Al mismo tiempo, la fluidez de sus espacios atravesados por rampas es una de las pautas por cuales el crítico Sigfrid Giedion vio en la arquitectura moderna una manifestación del concepto de espacio-tiempo introducido en la física por Einstein, a quien Le Corbusier visitó en Princetown, en 1946.

Pero es en materia urbanística donde Le Corbusier es un símbolo al romper con la tradición oficial. Sus intervenciones en los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (los CIAM) concluyen con la redacción de la “Carta de Atenas”, en 1933, donde se fijan los principios de una especie de “fordismo” urbano consistente en la absoluta separación de las cuatro funciones esenciales: habitar, trabajar, recrearse y circular. La ciudad ideal de Le Corbusier hace tabla rasa de las preexistencias históricas y combina rascacielos empresariales en el centro con condominios residenciales de mediana densidad en la periferia, dispuestas sobre un espacio verde continuo y conectadas por rutas jerarquizadas en un sistema de “siete vías”, desde la autopista regional hasta la senda peatonal, absolutamente segregadas entre sí. El asoleamiento garantizado para todos los habitantes, la eficiencia de las relaciones funcionales y el triunfo de las concepciones industrialistas son el soporte conceptual de esta ciudad. En una visita a Nueva York en los años 30, Corbu sorprende a los vecinos con una frase típica de su arsenal publicitario: “Vuestros rascacielos son demasiado bajos y están demasiado cerca entre sí”.

Le Corbusier pasea sus ideas por todo el mundo en busca de consensos y mecenazgos. Políticamente conservador –“arquitectura o revolución”

, llega a plantear como únicas vías alternativas de solución a los males de la ciudad moderna, en un guiño evidente al poder–, es también oportunista en la promoción de sus ideas. En cada ciudad que toca en sus periplos, unas horas le bastan para seducir a las elites locales, encontrar y organizar discípulos que luego lo visitarían en su estudio parisino –de paso se hace tiempo para aventuras amorosas como la que sostuvo a bordo de un trasatlántico con Josephine Baker–.

En su intenso peregrinar, Le Corbusier busca un lugar en el mundo para desarrollar sus principios en sitios tan diversos como la Norteamérica del New Deal de Roosevelt, la Unión Soviética stalinista (donde entre otros proyectos presenta una propuesta para el Palacio de los Soviets), y hasta en el gobierno colaboracionista de Vichy, al que ofrece ayuda para la reconstrucción de Francia. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de reconstruir ciudades y proveer de vivienda a las multitudes le da algunas oportunidades de intervención. En Francia se construyen algunas de sus unidades de habitación –edificios de viviendas colectivas de gran tamaño rodeados de espacio verde, casi autosuficientes por la inclusión de comercios y servicios– en Marsella, Nantes y Meaux; también logra construir una de estas unidades en Berlín, para la Exposición de 1957.

La gran oportunidad de aplicar sus ideas urbanas se da en Chandigarh, en la India, convocado por el primer ministro Nehru. Pero es justamente en esta realización donde se evidencian las debilidades de su sistema urbanístico: la nueva capital de la región del Punjab resulta una colección de magníficos edificios corbusieranos que, sin embargo, no llegan a constituir una ciudad integrada en el sentido tradicional. Pocos años después, dos de sus discípulos dilectos realizan el trazado de la nueva capital brasileña y aplican fielmente los preceptos del maestro; son Lucio Costa y Oscar Niemeyer y el aún discutido plano de Brasilia.
Para entonces, la estética corbusierana ha experimentado un notable cambio. Su arquitectura se hace más sensual y menos abstracta. Las paredes comienzan a mostrar la huella de su construcción, el hormigón armado adquiere una descarnada corporeidad, casi brutal –de allí el nombre de “brutalismo” con el que se conoce esta etapa de su obra–. La capilla de Ronchamps, con sus misteriosos juegos de luz, y el enigmático convento de La Tourette son expresiones clave de esta etapa.

La arquitectura de Le Corbusier ha influenciado la producción arquitectónica de todo el siglo XX y aún en nuestros días resulta materia de debate y polémica. Al ya mencionado brutalismo, que inspiró a Paul Rudolph y a Kenzo Tange, debe sumarse la vertiente neo-racionalista de Mario Botta, el minimalismo de Tadao Ando e infinidad de propuestas y revisiones a lo largo del mundo. También podría verse en el gusto contemporáneo por los lofts, un eco de los ambientes despojados y la rica espacialidad de la arquitectura residencial de Le Corbusier. O incluso, más allá de la expresión estética, puede encontrarse en la carrera del holandés Rem Koolhaas una réplica de la visión cosmopolita y el afán de difusión mediática de Le Corbusier.
En América, Le Corbusier ha construido obras fundamentales como el Centro de Artes Visuales de Harvard en Cambridge, Massachussets, el Ministerio de Obras Públicas de Río de Janeiro (Brasil) o la Casa Currutchet, en La Plata (Argentina). A pesar de su novedad y su irreverencia, en todas es perceptible un rasgo característico de las obras corbusieranas: su perfecta adecuación al lugar en el que están implantadas. Una adecuación que se basa en la comprensión profunda del carácter del sitio, y no en la mera imitación formal. La citada Brasilia, el frustrado edificio de las Naciones Unidas en Nueva York y la influencia de sus planes para varias ciudades latinoamericanas (como Buenos Aires, Río de Janeiro, San Pablo, Río y Bogotá) son otro aspecto de su rico legado.

Ahora bien, las ideas urbanísticas de Le Corbusier son hoy obsoletas –el paradigma de la separación funcional es perceptible en la ciudad contemporánea, pero más por condicionantes de mercado que por aplicación de las ideas de la “arquitectura moderna”–; su arquitectura, y especialmente la residencial, ha sufrido críticas respecto a su escasa consideración por necesidades humanas básicas como la privacidad. Pero lo fundamental de las ideas corbusieranas continúa siendo un estimulante abordaje a la experiencia contemporánea de habitar. Como Joyce en la literatura, como Picasso en la pintura, como Schönberg en la música o Freud en el psicoanálisis, Le Corbusier sintetiza el espíritu moderno y formaliza un programa renovador que instituyó la sensibilidad de una época. Criticada, imitada, reivindicada o reinterpretada, su obra enriqueció y ensanchó nuestra percepción del mundo.